Rehenes voluntarios

El primer mundo finalmente llegó a Argentina, aunque sea por un ratito. Fue varios años más tarde de lo que cualquier político nos pueda haber prometido, y aunque la del sábado en River fue decididamente una fiesta para pocos valió la pena haber estado ahí. Largamente esperada por todo fan de Pink Floyd que se precie de tal, la segunda visita de Roger Waters al país rankea entre lo más alto jamás visto en estas tierras.

Pese a lo que se había anunciado, no hubo grupos soporte y la espera fue larga pero no muy tensa. La ansiedad contenida -mucha- fue atenuada por las certeras elecciones (Tom Petty, Neil Young, etc.) del “musicalizador virtual” que comandaba los controles desde la pantalla. Por ejemplo, fue un lujo escuchar a Chet Baker susurrar “My funny valentine” en un estadio colmado por 50.000 personas que guardaban un silencio tan respetuoso como azaroso: ese oasis duró brevísimos segundos, hasta que la monada empezó a palmear reclamando que la cosa empiece de una vez.

Ya desde el principio llamaba la atención el escenario, de un ascetismo absoluto salvo por la monstruosa pantalla que lo coronaba y se convertiría luego en la estrella absoluta del show. Waters y su banda quedaron en un consciente segundo plano, como meros engranajes de una maquinaria imponente desde lo técnico pero destinada absolutamente a conmover, no al efecto vacío y tribunero.

La paradoja entre las referencias profundamente humanísticas de la música de Waters y el imperio de lo técnico puesto de manifiesto en su espectáculo no hizo más que enfatizar el mensaje de las canciones. La técnica estuvo presente (¡y cómo!) pero no como un fin en sí mismo, sino al servicio de propósitos superiores.

¿Es necesario reiterar alabanzas a obras maestras ya unánimemente celebradas como “The Wall” (de la que se ejecutaron los puntos más altos) o “The dark side of the moon“? Claro que no, aunque como mejor elogio valga simplemente el siguiente: se trata de opus tan abrumadoramente bellos que en un punto no importa -más que por cuestiones de star-system, fenómeno de masas o incluso legitimidad- si el que está en el escenario es Waters, el resto de los Floyd o terceras personas. Todo es irrelevante ante la imponencia de una obra que asalta los sentidos y sumerge al público (como esos “rehenes voluntarios” de los que hablaba Pappo) en su hilado conceptual, neutralizando además el típico efecto “rock de estadios”: la gente está demasiado preocupada por no perderse ni un detalle como para disputarle el protagonismo a lo que ocurre sobre el escenario. Una batalla que, además, tiene perdida de antemano.

Por eso, si tomamos a la presentación de Waters como relato y no como show de pop/rock propiamente dicho, su perfección es aún más absoluta. Esto fue más evidente durante la ejecución completa de “The dark side…”, pero puede aplicarse a todo lo vivido en River, de principio a fin. Desde el mítico cerdo inflable en “Sheep” hasta la inclusión -más pensada desde lo teatral y como efecto visual que otra cosa- del coro juvenil en “Another brick…“, cada detalle estuvo pensado en función de un plan más grande, superior y previo a cualquier canción. Y nosotros pudimos ser testigos.

(Un párrafo aparte para la estafa del “campo trasero”. No está mal que haya entradas caras, más caras e incluso inalcanzables, no es envidia ni que no pueda existir la exclusividad. Pero condicionar la experiencia del 80% de los asistentes por vender un par de entradas más a 400 pesos es una hijoputez hecha y derecha. No hay otra palabra para describirlo.)

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Playlist: In the flesh – Mother – Set the controls for the heart of the sun – Shine on you crazy diamond – Have a cigar – Wish you were here – The final cut – Southampton dock – The Fletcher memorial home – Perfect sense (parts I & II) – Leaving Beirut – Sheep | Speak to me – Breathe – On the run – Time – The great gig in the sky – Money – Us and them – Any colour you like – Brain damage – Eclipse | The happiest days of our lives – Another brick in the wall (part II) – Vera – Bring the boys back home – Comfortably numb